domingo, 21 de noviembre de 2010

Lavando más blanco

Aún no sé qué pasará en un futuro próximo con la publicidad en televisión. El aumento de oferta de canales, la especialización de temáticas y la fragmentación de la audiencia hará que, por narices, el mercado tenga que cambiar. ¿Qué habrá más anuncios para compensar la bajada de precio del espacio? Puede. ¿Qué habrá más cortes publicitarios y menos anuncios en cada uno? Quién sabe. ¿Qué eliminarán los anuncios totalmente? Eso no… ni la vejiga ni el estómago lo aceptaría.

El caso es que actualmente hay mucha publicidad en televisión (y en las calles y en internet y hasta en las cosas que no son gratis). Tanta, que a veces parece que estamos viendo anuncios que cortan para poner trocitos de película. Sobre todo en algunos canales privados.

Los anuncios intentan vendernos algo. Para conseguirlo, han de convencernos que queremos o necesitamos lo que nos ofrecen. Así que nos dicen que sus productos son mejores que los de la competencia.

Coches más rápidos (cuando en España no se puede circular a más de 120 Km/h), con mejor diseño o más seguros (hay una guerra de siglas que ya nadie entiende). Productos de alimentación más sanos o que nos ayudan con ciertos problemas (¿cuánta gente ha dejado de cagar para ir a tener su ”momento all bran”?). juguetes más divertidos, fragancias que te hacen irresistible, mil y un productos que te harán subir unos cuantos peldaños en la escala social… Y, por supuesto, productos de limpieza que lavan más blanco, o mantienen mejor los colores.

A mi los anuncios de detergentes me parecen muy divertidos. Están muy estereotipados, hasta el punto que debe ser de los pocos campos donde han desistido de intentar ser políticamente correctos. Durante medio siglo, los anuncios han sido (salvo escasas excepciones), muy similares, lo cual sorprende en una sociedad que ha avanzado muy rápidamente.

Siempre que sale un nuevo modelo de detergente, es el producto definitivo, que produce una blancura perfecta (“más blanco no se puede, decían hace treinta años”). El producto anterior dejaba un tono amarillento que demostraba su falta de saber hacer. Claro que el siguiente detergente que sacaban, demostraba que este blanco insuperable sólo era un amarillo muy clarito.

Cada vez inventaban algo nuevo que justificaba esas palabras. Hace años, el detergente se vendía en grandes cubos que después los pequeños usábamos de asiento o de tambor. Después llegaron a la miniaturización, productos concentrados que con menos peso, eran igual de efectivos, o incluso mejores. Más tarde, empezaron a añadirles ingredientes milagrosos. Para que la gente se lo creyera, tintaron parte del detergente para que el producto “milagroso se viera”. Después llegó la moda de meterlo directamente en la cuba, las pastillas compactas para no manchar, y los productos líquidos y en gel. Más tarde llegarían otros productos milagrosos como la lejía que no es lejía o el oxígeno activo. Ahora me dicen que hay unos cristales que dejan el oxígeno activo a la altura del betún.

Todo más cómodo, todo más avanzado, todo limpia mejor.

Hasta que llegó un día y en un anuncio nos dijeron que todo eso estaba muy bien, pero que lo que de verdad funcionaba, era el jabón de Marsella que usaba la bisabuela.

Así que después de medio siglo de avances, hemos acabado usando el mismo producto que hace cien años.

Me encanta el progreso

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